DECIBELIOS


Ayer, en mi trabajo, viví dos momentos, diametralmente opuestos, en cuanto al sonido, pero que se salen de la normalidad. El primero de ellos fue un silencio de unos quince segundos, en los cuales ni coches ni ningún otro ruido inundó el ambiente de decibelios, resultando un momento casi mágico en ésta era en la cual el escándalo nos invade por todas partes; el segundo fue, precisamente, eso: un escándalo. Un escándalo que rompió el primer momento en pedazos; fue alguien que pasó en un coche con la música a tal volumen que, aún llevando las ventanillas cerradas y a un montón de metros de distancia yo la escuchaba con volumen elevado (ese, de seguir así, en unos cuantos años está sordo como una verdadera tapia; y hay más de uno).
Yo también recuerdo, de mi juventud, dos extremos opuestos en torno al tema decibelios: vivía en las afueras del pueblo, donde solo pasaba, de vez en cuando, algún vehículo por el exterior de la finca y su ruido apenas llegaba hasta nosotros. Era un remanso de paz. Opuestamente, cuando pasé cuatro años en Cádiz, acostumbrado a la paz y la tranquilidad de Benalup, mis oídos no consiguieron acostumbrarse nunca a los decibelios de la gran ciudad.
La contaminación acústica hace de las suyas, en ciudades y pueblos; hoy en día hay menos motos y más coches, pero, todavía, de vez en cuando, nos topamos con el estridente y desagradable ruido de un motero con su motocicleta a “escape libre”. O sin él, que también los hay que dan un acelerón en la recta y parece que está pasando un jet por encima nuestro.
En fin, todos ponemos nuestro granito de arena en la contaminación diaria y todos tenemos que poner también nuestro granito de arena para hacer lo inverso: descontaminar el planeta, acústicamente y ambientalmente.

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